Autopista en lágrimas (Parte 1)
- Axel R. de la Gala
- 26 dic 2023
- 2 Min. de lectura
La intranquilidad que puede traer una solitaria autopista federal durante una noche de tormenta me era irrelevante. A altas horas de la noche, habiendo recorrido varios kilómetros desde que dejé la ciudad, las voces estáticas de la radio se entremezclaban con las gotas que golpeaban el parabrisas, produciendo una melodía reconocible. Aunque esta vez, dadas las circunstancias, tenía algo diferente.
Aquel había sido un día como cualquier otro. Arribé puntual al edificio, registré mi entrada, saludé a mis colegas y me dispuse a atender a mis clientes. Comí, bebí, descansé y proseguí. Marcadas las 5 de la tarde, me desconecté del teléfono, ordené mi escritorio, procurando que todo estuviese impecable para el lunes, pues los domingos eran mis días libres. Me despedí de mis supervisores, deseándoles una buena noche, así como a los compañeros con los que me crucé directo a la salida. Aunque acostumbro salir con ellos los fines de semana o llevar a alguno a su hogar si este me queda de paso, esa tarde caminé solo al estacionamiento. Arranqué mi auto y lo dirigí hacia mi hogar. No me tomaba más de diez minutos en llegar, pero por razones que horas atrás dejé de buscar, en vez de virar hacia la calle que daba con mi departamento, preferí seguir de frente. Atravesé el centro de la ciudad, mirando los negocios de comida, las tiendas de autoservicio, los bares y a los transeúntes que pasaban y vivían sus vidas. Así seguí, hasta que, sin darme cuenta, me acercaba a los límites de la ciudad. Pronto llegaría a la ruta periférica que me permitiría rodearla y regresar a mi hogar, pero en vez de eso, preferir seguir de frente y tomar la autopista federal sobre la que ahora me hallo.
Era medianoche. Salí del estado con el tanque una hora atrás y por más puntos de retorno que se atravesaban por mi camino, no me permití detenerme a reconsiderar mis decisiones. La visibilidad mínima podría haber sido alarmante, pero a la velocidad a la que iba no representaba ningún peligro a mi integridad ni a la de nadie. No me molesté en leer las señales de la pista. No tenía un rumbo, destino o plan. Solo quería seguir adelante.
No podía pensar en alguna memoria en particular. Las imágenes brillaban por su ausencia, pero no me hicieron falta. En su lugar, sensaciones complejas danzaban por mi mente, como si de nieve en la ladera se tratase, deslizándose desde la cima de mi corteza hasta que se perdían en mi subconsciente. Sensaciones de días pasados que jamás ocurrieron, del presente onírico e imposible de percibir, y la feroz incertidumbre de un mañana tan claro como el camino que tenía al frente.
Mi hogar, mi empleo, mi ciudad, mis amigos, mi familia y yo, éramos inexistentes. Nada estaba ni importaba. El agua que se deslizaba por el cofre se los había llevado, y cualquier voz de la razón, grito desesperado o gimoteos de dolor se perdieron entre la estática de la radio. En ese instante solo existía mi camino, el que había decidido recorrer sin mirar atrás, sin concebir el riesgo ni las consecuencias...
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