PRÓLOGO (EL VIAJE DEL ROMPECRÁNEOS)
- Axel R. de la Gala
- 8 may
- 12 Min. de lectura

Glover, pueblo mediano, 8 años atrás.
—Levántate, Joshua —susurró Susan, al mismo tiempo que retiraba las sábanas de su hijo.
Dificultosamente, sus párpados se abrieron, dejando que el rostro de la madura mujer que le hablaba adoptara una forma familiar. La tenue luz del foco en la habitación iluminaba su mejilla y le daba un color muy parecido a la mostaza.
Se esforzó por no cerrar los ojos de vuelta y giró sobre la cama hacia la derecha, permitiéndole ver el resto de la habitación. La luz, aunque exigua, le deslumbraba la vista. Los objetos comenzaban a tomar forma: aunque pequeño, el cuarto de su hermanita y él era todo lo que podían pedir para divertirse. Una carretilla rebosante de juguetes yacía recargada en la pared contraria de su cama, bajo una televisión de pared donde podía reproducir caricaturas que divertían a la pequeña Jennifer y series de detectives para divertirse él (su padre había logrado costear uno de estos singulares dispositivos de entretenimiento tras la llegada de mercaderes a Glover). El piso estaba cubierto por un cómodo y colorido tapete de colores, colocado específicamente para que la pequeña de dos años pudiese jugar sin temor a caídas, raspones o a la suciedad. Su corralito de malla blanca, situado justo al lado de la puerta, rebosaba de peluches y mordederas, pero él no podía verla en él.
—¡Vamos! Despierta —repitió Susan en un tono menos dulce—. Algo anda mal allá fuera y tenemos que ir al refugio.
—¿Dónde está papá? ¿Y Jenny?
—Jenny está aquí —señaló detrás de él. La pequeña niña de rizos castaños, tan blanca como la nieve, yacía en una esquina, jugando con uno de los robots de juguete de Joshua, balbuceando sonidos de rayos láser—. Papá debe estar preparando nuestras maletas… y el arma.
—¿El arma? —preguntó Joshua. La expresión fría de su madre, que nunca reprimía el amor que le tenía a su familia ni se reservaba sus penas, aunado a que tenían que ir al refugio especial de la familia y, para rematar, que su padre llevase «el arma» consigo, solo podía significar que todo había salido terriblemente mal.
Se levantó de la cama buscando sus botas. Susan hizo lo mismo y se fue a recoger a Jennifer. La casa contaba con dos habitaciones, un baño y una sala de estar que fungía como comedor a su vez. Era una casa regular para los habitantes de clase media baja de Glover. Las paredes eran resistentes y protegían bien el frío, pero no eran lo suficientemente anchas. El sonido exterior las atravesaba, por lo que uno podía escuchar los cuchicheos de la calle, el pasar de los vehículos o el soplar de las tormentas de nieve. Ese día, en ese preciso instante, Joshua podía oír el sonido de puertas quebrándose, gritos de la muchedumbre y disparos. Muchos disparos que dejaban en segundo plano el frío impacto de la nieve.
—Vámonos, Joshua. Tenemos que…
La puerta de la habitación salió despedida con violencia hacia dentro. Las bisagras oxidadas no resistieron el impacto de la patada de aquella figura. Medía dos metros y era robusto. Iba enmascarado y uniformado en tonos níveos. Joshua llegó a creer que se trataba de un monstruo, pues sus ojos brillaban como llamas carmesíes. Sin embargo, el verdadero horror comenzó cuando aquel soldado alzó su fusil de asalto, apuntando al pecho de su madre.
—¡NO! —gritó la madre mientras alzaba su palma hacia el cañón.
Un disparo único, pesado y acompañado por el sonido de carne y huesos destrozados. No venía del agresor, cuyo cuerpo permaneció un momento de pie, cayendo desparramado finalmente, con penosos restos de lo que segundos antes fue una cabeza.
Joshua lo vio caer. Levantó la mirada para ver a su madre, igual de horrorizada que él. Luego, viró a su derecha para encontrarse con su padre, Carter, sosteniendo en sus manos una escopeta de doble cañón. Las lágrimas que corrían por el rostro de la señora no cesaban, pese al cambio de emociones.
—¡Síganme! He asegurado la salida —exclamó su padre.
—¿Qué es todo esto? ¿Por qué…? —preguntó Joshua.
—¡Calla y muévete! No tardarán en aparecer más de ellos. Síganme.
Joshua calló. Su madre lo tomó de la mano y lo llevó junto a Jennifer a donde su padre los conducía. La pequeña no dejaba de llorar tras el intenso disparo. Susan se limitaba a apretarla contra su regazo, tan fuerte como si se aferrara a su propia vida. De hecho, lo era.
Atravesaron la puerta de la habitación rodeando el cadáver del soldado. Carter tomó la mochila rellena de provisiones de detrás de la puerta principal, verificó que nadie afuera los viese y le hizo un ademán a su esposa de que lo siguieran.
Dar los primeros pasos hacia la calle se podía definir de todas las formas posibles para Joshua, excepto como algo real. La calle donde vivían estaba vacía, pero la casa del frente (un bloque de piedra de dos pisos donde solía ir a jugar al boliche con un vecino) estaba en llamas. No había rastro ni del pequeño ni de su familia, pero lo que sí pudo detectar fue el olor ácido de la carne chamuscada, que estaba lejos de asemejarse a la carne que comían cada cierto tiempo. No. Aquel olor lo perseguiría hasta el final de sus días.
Susan lo tomaba del brazo, casi arrancándoselo de lo rápido que se movían. Él quería mirar más a su alrededor para cerciorarse de lo que estaba ocurriendo, pero no se lo permitían, y no hizo nada para contradecir los impulsos de su madre. Aquella era una situación de vida o muerte y la estaba viviendo. «Algún día estarás entre la espada y la pared y tendrás que actuar como un hombre», escuchaba decir a su padre en su cabeza. Se lo repetía después de una reprimenda o cuando tenían una de esas monótonas y poco afectivas charlas padre e hijo que se daban ocasionalmente mientras su padre veía el televisor y él se entretenía con sus juguetes. Siempre lo escuchaba decirlo y decirlo, pero nunca se vio a sí mismo en dicha situación. Ahora que de verdad estaba pasando, solo podía preguntarse qué hacer. ¿Debía proteger a su madre y su hermanita? Por supuesto que sí, pero ¿cómo hacerlo? ¿Cómo debe actuar un hombre? Su padre le enseñó a defenderse, pero ¿cómo se lucha contra monstruos blancos de ojos rojos? Encima, armados.
No. Aquello no podía ser real. Las calles a las que solía salir para dar una vuelta, ir a jugar con los otros chicos de la manzana o para ir al mercado del centro con su madre se veían vacías, con rastros de explosión, sangre y bultos. Logró ver de reojo varios bultos acomodados unos encima de otros en las esquinas de algunas casas. Todos ardían.
Cruzaron unas dos manzanas sin enfrentarse a ningún soldado. La tormenta había reducido un poco su ímpetu y todo lo que podía escucharse eran los disparos y gritos a lo lejos.
—Deben estar establecidos en el centro —dijo Carter—. El que vimos en casa debió ser uno de los últimos en hacer limpieza del área.
—¿Q…quiénes son, amor? —preguntó Susan, ahogando sollozos.
—No tengo ni idea, pero son peligrosos. El refugio está a una manzana más, detrás de la verja. —Y señaló hacia el final de la calle, hacia un enrejado de metal entreabierto y que llevaba a las afueras del pueblo, donde solo había nieve, aparentemente.
Corrieron sin detenerse hacia ella, mientras Carter verificaba las esquinas y apuntaba con su escopeta cada vez que atravesaban una calle. El escenario era ideal. No había rastro de amenazas y el camino estaba libre para que su escape. Sabía que el refugio contaba con lo esencial para sobrevivir hasta cinco días en medio de la nieve. Lo había construido con su hermano York, el tío de Joshua, hace 3 años. Acondicionó un bloque de hielo que se hallaba incrustado en la nieve utilizando un taladro láser para abrir un agujero hacia su interior. El espacio, de seis metros, resultaba estrecho si vivías con más de tres personas, pero contaba con un generador eléctrico, madera, carbón y raciones de comida empaquetada y lista para consumo humano. Si llegaban, estarían a salvo. Llorarían a sus vecinos, amigos y todo miembro conocido o hasta desconocido de Glover.
Solo dos casas de distancia quedaban entre la verja y ellos, cuando un disparo grave cortó el silencio de improviso. Fue tan sonoro como el de la escopeta de su padre, pero su origen era desconocido y lejano. Quien hubiese disparado debía de estar dos manzanas atrás, por lo menos.
Carter lanzó un quejido de dolor y cayó sobre sus rodillas. Susan lo acompañó con un grito y Jennifer no dejaba de llorar. Joshua vio cómo la sangre salía a borbotones del hombro derecho de su padre, que pasó de quejidos a unirse a su madre en los sollozos cuando tocó su hombro. Joshua no pudo evitar notar que no había soltado la escopeta.
—¡Papá! ¿Estás…?
—¡Josh! Llévate a tu mamá hacia la verja. Sigan recto y no se detengan hasta encontrar el bloque de hielo. —Pausó para incorporarse y pasar el arma a su mano izquierda—. Mueve la roca que hay detrás y escarba un poco. No hay pérdida.
—¡Pero tienes que venir con nosotros! ¿Cómo nos defenderás?
—¡Calla y haz lo que te digo! —Estuvo a punto de caer al suelo mientras empujaba a su hijo con su brazo malo.
—Papá, no sé cómo…
—Escucha —interrumpió Carter—, te dije que llegaría el día en que tendrías que demostrar tu valor, ¿no? Es ahora, Josh. —Soltó una risa entre lágrimas al decir esto—. Llévalas allá y hazme sentir orgulloso.
Joshua miró detrás del hombro de su padre. Pudo escuchar cómo se acercaban galopando a lo lejos. Sus bestias golpeaban la nieve y hacían un chirrido molesto con cada movimiento. Miró a Carter una última vez a los ojos cuando uno de los jinetes apareció una casa atrás, desde la vuelta de una esquina. Otro de aquellos monstruos de ojos rojos, montado sobre un caballo horrible. Su piel era de metal, brillaba como aurora y su mirada era tan brillante y escarlata como la de su jinete.
—¡Corran! —gritó por última vez Carter. Giró sobre sí mismo en un último esfuerzo y disparó contra el caballo mecánico.
Joshua hizo lo propio y, esta vez, fue él quien tomó a su madre de la mano y la jaló con todas sus fuerzas mientras corrían hacia la verja. Lloraba como nunca lo había hecho. Aquello no era un dedo fracturado, una pelea con uno de los chicos abusivos del colegio, ni siquiera una bala de las armas de aquellos monstruos. Sabía que no volvería a ver a su padre luego de que cruzara la verja, que no volvería a ser reprendido, no volvería a reír con él mientras le contaba divertidas anécdotas del trabajo en la nieve o sus fines de semana en el bar, y no volvería a sentir sus breves, pero reconfortantes abrazos. Aquellas simples y poco percibidas acciones diarias que resumen perfectamente el verdadero significado de la palabra «amor».
¡BANG!
Un disparo. La escopeta. Debió haber dado en el blanco, pues pudo oír el metal torciéndose, el sonido de cables y chispas volando por el aire y un quejido desconocido que debió venir del jinete, que caía al suelo luego del impacto que su bestia recibió. Un breve rayo de esperanza pasó por la mente de Joshua, casi tentado a darse la vuelta y esperar a su padre.
¡BANG!
Fue el segundo y último disparo de Carter. Seguido de este, varios disparos de fusiles de asalto se le encimaron al eco que dejó en el aire. Joshua soltó un gemido, pero no detuvo su carrera. Logró cubrir las casas faltantes en un breve lapso de tiempo.
Incluso teniendo 10 años, sabía que no lograría perder a toda una caballeriza que le pisaba los talones. Si la tormenta no hubiese bajado su intensidad, tal vez lo lograría. Pero no había manera de que llegaran al refugio sin ser interceptados. Aun así, no escuchó ningún galopar o algún grito de orden para que los siguieran.
Corrieron a través del valle nevado hasta divisar el bloque de hielo/refugio. Su madre se aferraba a Jennifer y esta a ella. Todo el esfuerzo y el dolor parecía haber valido la pena.
Una luz incandescente brotó del bloque. Un calor como el que nunca habían sentido recorrió sus cuerpos hasta casi hacerlos sudar. La explosión los hizo caer de espaldas sobre la nieve. Joshua sentía que la piel de la cara se le caía del ardor. Pero el dolor pasó a ser reemplazado por uno más penetrante en su espalda y cadera. Algo pesado y afilado cayó sobre él y le recordó que tenía una voz. Bocabajo e inmóvil, sentía que se desmayaba. Y así fue.
♦
Despertó casi de inmediato. La tormenta había vuelto a apretar. No habían pasado ni dos minutos desde la explosión que lo había dejado en ese mal estado cuando pudo ver lo que pasaba a solo cinco metros delante de él.
Parecía un pelotón. Pudo contar hasta cinco de aquellos monstruos, cuyos ojos sin alma eran en realidad los visores de sus máscaras. Donde estuvo el bloque de hielo ahora solo había fuego y metal ardiendo. Habían volado su refugio.
Pero lo que más llamó su atención fueron las únicas figuras humanas que venían a caballo. Por sus siluetas entre la neblina, pudo distinguir a una mujer, que vestía un uniforme de hombros abultados. El otro lucía como un hombre, que llevaba la vestimenta clásica de los generales o comandantes de los libros de historia de la escuela: gabardina larga, sin abotonar y afilada en los hombros como los de su acompañante y una gorra militar que solo él utilizaba, dando muestra del cargo que desempeñaba. Un estilo vintage y clásico de los comandantes de ejércitos europeos en la antigua época.
Ambos bajaron de sus caballos y se acercaron a las figuras que yacían justo a un lado de la explosión: una madre de rodillas con su pequeña en brazos, suplicando entre sollozos que las dejaran ir. La bebé lloraba más fuerte que nunca en toda su corta vida.
Joshua intentó soltarse, pero el bloque de hielo que estaba sobre él era demasiado pesado. Intentó gritar, pero apenas pudo soltar un gemido y el viento intenso bloqueaba cualquier intento de ruido.
El horror empeoró cuando notó que aquel general no era un hombre. Las manos que sobresalían de las mangas de su uniforme brillaban como la piel de los caballos, pero era un brillo opaco y estaba pintada en tonos oscuros. Su cabeza se asemejaba a un casco del mismo material y color y, en vez de un rostro, una linterna roja miraba hacia donde voltease. Sin expresiones, sin facciones, aquella luz era fría, violenta y ausente de alma.
El general robot se acercó a Susan, seguido por su acompañante, una mujer de uniforme escarlata, morena y de cabello corto. Ella se limitaba a mirar mientras el general se agachaba en cuclillas para ver directamente a la madre. Se retiró la gorra y dejó ver su calva cabeza metálica antes de hablar con la voz cibernética más humana y natural que Josh hubiese oído en su vida.
—Sé que tienen miedo. Y me disculpo por las molestias que el paso de mis hombres ha dejado en sus vidas y en las de todos los pobladores de Glover. Siéndole sincero, no pensaba pasar por aquí —soltó una risa sarcástica y retomó la oración con un tono burlón—, pero las reglas dicen que, para obtener algo, debes dar algo. Es el principio de la alquimia y de los negocios. Si su alma necesita una razón, redúzcala a eso.
Susan quería seguir llorando, pero se le había terminado el aliento. Se limitaba a abrazar a su pequeña Jennifer y a mirar al suelo, temblando.
—Le aseguro, mi apreciable señora —dijo mientras se colocaba el gorro nuevamente—, que todo lo que ha ocurrido aquí no ha sido personal. Y, sin embargo, tampoco lo llamaría una pérdida de tiempo. Porque sé que tiene miedo, sé que le duele. Como les dio miedo y les dolió a todas las familias de este lugar. Por ello es que le doy las buenas nuevas de que no será así por mucho tiempo. Pronto, el miedo, el dolor, el sufrimiento y todo lo que ha hecho a este mundo decaer será erradicado. Todos serán salvados, mi señora. —Pausó. Miró hacia su regazo—. Empecemos con ella.
El general tomó a Jennifer de un brazo y la alzó lejos del alcance de Susan.
—¡NO! —exclamó la madre.
El robot sacó un arma corta de su uniforme y silenció a Susan con un disparo entre los ojos. Cualquier vestigio de la niñez e inocencia de Joshua había desaparecido en aquel segundo. Ver a su madre caer sobre la nieve, inerte y con sangre escurriéndole de la cabeza fue demasiado para él. Lloró, gritó y pataleó con todas sus fuerzas, pero apenas lograba sacar aire de su boca. El bloque de hielo seguía sin moverse.
El general guardó su arma y volvió para ver a la pequeña Jennifer. Miraba con interés los pataleos de la niña, aun cuando aquel único ojo rojo no hacía más que iluminar allá a donde mirase.
—General Vlad, ¿órdenes, señor? —preguntó la mujer del uniforme rojo, sin mirarlo directamente.
Aquel monstruo robótico, que respondía al nombre de Vlad, giró hacia donde se hallaba Joshua. Este pudo advertir cómo inclinaba su cabeza a la izquierda como si de un perrito que intenta llamar la atención se tratase. Sabía que estaba consciente, sabía que estaba vivo y que veía todo bajo ese pesado bloque, aunque todos los demás lo ignoraran. La linterna roja parecía sonreírle con malicia. A continuación, el general profirió la orden que perseguiría a Josh para siempre:
—Retírelos a todos, oficial Snowhill. Hemos hecho un bien aquí.
Seguido de esto, arrojó a Jennifer al fuego de la explosión.
Joshua habría deseado que el bloque de hielo lo hubiese matado antes que oír los alaridos de su hermanita, la pequeña que cada mañana lo levantaba para jugar antes del colegio y que apenas había llegado a conocer. Debió ser horrible percibir por última vez, antes de perder el conocimiento, el olor chamuscado de su tierna y blanca carne infantil.
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